Santiago Ramón y Cajal. Dolor por España

En un ocasión, Pedro Laín Entralgo, médico, historiador y filósofo, director de la Real Academia Española entre 1982 y 1987, se refirió con el apelativo de “Generación de sabios” a la generación científica española de la década de 1880, caracterizada por el despegue de nuestra ciencia hacia la producción propia y la internacionalidad. Entre los miembros de este selecto grupo tenemos a Marcelino Menéndez Pelayo, Francisco Mas y Magro, Jorge Francisco Tello Muñoz y, por encima de todos, a don Santiago Ramón y Cajal, una de las figuras cimeras en la historia de la ciencia española y un reconocido humanista con una visión preclara sobre nuestra historia y los problemas a los que se debería enfrentar la nación, tanto en su época como en tiempos venideros.

“En mi calidad de anciano, que sobrevive, no puedo menos de cotejar los luminosos tiempos de mi juventud, ennoblecidos con la visión de una patria común henchida de esperanzas, con los sombríos tiempos actuales, preñados de rencores e inquietudes. Convengamos, desde luego, en que moramos en una nación decaída, desfalleciente, agobiada por las deudas, empequeñecida territorial y moralmente, en espera de angustiosas mutilaciones irreparables.” (El mundo visto a los ochenta años)

Santiago Ramón y Cajal nació en Petilla de Aragón, enclave navarro situado en la provincia de Zaragoza, el 1 de mayo de 1852. En sus primeros años de vida, Santiago se vio obligado a cambiar constantemente de residencia, al tener que acompañar a su padre, don Justo Ramón Casasús, médico cirujano, por distintas poblaciones aragonesas como Luna, Valpalmas y Ayerbe, hasta establecerse temporalmente en Jaca, donde cursó sus estudios primarios con los escolapios de la bella localidad pirenaica. Pocos años después se desplazó hasta Huesca para estudiar el Bachillerato, todo ello en un ambiente de efervescencia social que coincidió con el final de reinado y destierro de Isabel II y la proclamación de nuestra caótica Primera República. Durante su adolescencia, en el joven despertó una intensa vocación por las artes plásticas, sobre todo por el dibujo y la fotografía y, al mismo tiempo, una afición por la montaña que le acompañó durante el resto de su existencia, destacando su defensa de la vida sana y el contacto con la naturaleza que realizó entre los miembros de la Institución Libre de Enseñanza. 

LA AVENTURA EN CUBA

En Zaragoza, Cajal superó con éxito sus estudios universitarios, consiguiendo la licenciatura en Medicina en junio de 1873, cuando tenía 21 años de edad. Se iniciaba entonces una nueva etapa en la vida del joven médico, que se vio condicionada por los avatares en los que se desarrolla la convulsa vida política española en el último tercio del siglo XIX. Justo en este mismo año de 1873, fue llamado a filas para prestar servicio militar obligatorio en la llamada Quinta de Castelar, presidente este último de la efímera Primera República. Los primeros meses de su vida castrense los pasó en Zaragoza, pero después de aprobar oposiciones al Cuerpo de Sanidad Militar fue destinado al regimiento de Burgos, acuartelado en Lérida con la misión de defender los Llanos de Urgel de los constantes ataques por parte de los ultraconservadores carlistas, con fuerte presencia en Cataluña. En 1874 marchó destinado a Cuba, ya con el grado de capitán, para engrosar las filas del ejército español que luchaba contra los independentistas cubanos, alentados por los Estado Unidos, durante la conocida como guerra de los Diez Años. 

Cabe imaginar la pasión y el interés que esta nueva aventura por tierras americanas iba a despertar en un joven inteligente, con un irrefrenable afán de conocimiento y con una desbocada imaginación como era Santiago Ramón y Cajal. Durante su travesía atlántica su mente se dejó seducir por el sueño de una placentera estancia en un lugar como Cuba, especialmente en La Habana, sobre la que tanto había leído, una ciudad con maravillosos parques e idílicos jardines. Cuanto más cerca se encontraba de su objetivo, mayor era su anhelo por disfrutar de la flora tropical de la isla caribeña y de la hospitalidad de sus gentes. Muy pronto, este sueño se convirtió en una pesadilla. 

Ya en su nuevo destino, Santiago comprobó que la perla del imperio español americano no iba a resultar tan confortable como en un principio había imaginado. En Cuba no había ni rastro de esa exuberante vegetación y de esos exóticos animales con los que tanto había fantaseado; tan solo unos mosquitos enormes y sedientos de sangre, transmisores del temido paludismo. Fue así como el ideal romántico dejó paso a una cruda realidad. Cajal siempre fue un patriota (sentimiento este que le acompañó hasta el día de su muerte, tal y como observamos en la obra a la que haremos referencia posteriormente), por lo que, al menos, le quedó el consuelo de luchar por su país. Sin pensárselo dos veces, rechazó el destino favorable que le había conseguido su padre después de escribir varias cartas de recomendación, por lo que fue enviado a la enfermería de Vistahermosa, en la provincia de Camagüey. En este enclave, situado en un medio hostil e infestado de mosquitos, tuvo que luchar contra la enfermedad y la muerte. El panorama era desolador, con cientos de soldados consumiéndose por la malaria y la disentería, a lo que se le unía la recalcitrante falta de medios para luchar contra la enfermedad y el hambre. El mismo Cajal cayó gravemente enfermo, por lo que fue trasladado a San Isidro. 

Si amarga fue su lucha contra la enfermedad, más odioso resultó para él su experiencia con el sistema administrativo. Para don Santiago, en este tiempo en el que miles de sus compatriotas luchaban en condiciones infrahumanas hasta el punto de entregar sus vidas en la defensa de la patria, resultó desmoralizante comprobar la existencia de una administración caótica y de unos gobernantes atraídos, tan solo, por obtener pingües beneficios económicos a costa del sufrimiento de los soldados españoles. Fue así como, enfermo y desmotivado, terminó abandonando Cuba tras ser diagnosticado de caquexia palúdica grave, llegando a España en condiciones deplorables en junio de 1875. Tras esta experiencia que él nunca olvidaría, y que influyó de forma decisiva en la evolución de su pensamiento, Santiago recuperó poco a poco su salud gracias a los cuidados de su amorosa madre y hermanas. Cuando su estado se lo permitió, Cajal invirtió sus escasos ahorros en la compra de un microscopio, un microtomo y otros materiales con los que creó un modesto laboratorio casero, siendo este el inicio de su prodigiosa actividad investigadora en el campo de la histología. 

DOCTORADO Y LABOR CIENTÍFICA

1875 fue, de igual modo, el año en que inició un doctorado brillante, que finalizó en junio de 1877 con la tesis Patogenia de la inflamación. Se iniciaba, a partir de entonces, una nueva etapa repleta de altibajos. En 1878 la salud le volvió a jugar una mala pasada al contraer tuberculosis, aunque el año siguiente le fue propicio, ya que obtuvo la plaza de director del Museo Anatómico de la Universidad de Zaragoza y, más importante aún, contrajo matrimonio con su amadísima Silveria Fañanás García, su gran apoyo vital, con la que tuvo siete hijos. Por estas mismas fechas se trasladó hasta la Ciudad Condal para ocupar la cátedra de Histología en la Facultad de Medicina de la Universidad de Barcelona. Llegamos, de esta manera, al año de 1888, definido por él mismo como el más relevante de su carrera, cuando descubrió los mecanismos que gobiernan la morfología y los procesos conectivos de las células nerviosas de la materia gris del sistema nervioso espinal. Dando muestras de su genialidad y capacidad intuitiva, desarrolló su influyente doctrina de la neurona, según la cual las propias neuronas se interpretan como células individuales capaces de enviar y recibir información. Según Ramón y Cajal, las neuronas se comunican unas con otras de manera direccional a través del espacio, al mandar información desde unos apéndices llamados axones hacia las dendritas ramificadas. Al espacio situado entre las neuronas, esos pequeños huecos que por aquel entonces aún eran invisibles incluso para los más precisos microscopios, lo llamó sinopsis, siendo este el lugar donde se ubicaban nuestros recuerdos, pensamientos y elementos aprendidos.

En 1892 ocupó la cátedra de Histología e Histoquímica Normal y Anatomía Patológica de la Universidad Central de Madrid, y en 1901 logró la creación del moderno Laboratorio de Investigaciones Biológicas, en el que trabajó hasta el 1922, año de su jubilación (desde ese momento hasta la fecha de su muerte continuaría su labor investigadora en el Instituto Cajal). Su labor investigadora se vio recompensada con no pocas distinciones y reconocimientos. En 1900 recibió el Premio Internacional Moscú, y en 1905 la Medalla Helmholtz, casi al mismo tiempo que era nombrado doctor honoris causa por las prestigiosas universidades de Clark, Boston, La Sorbona y Cambridge. Por encima de las demás, la distinción más alta que recibió es, por supuesto, el Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1906, compartido con el italiano Camilo Golgi, como reconocimiento por su trabajo sobre la estructura del sistema nervioso. 

Tras el Nobel, motivo de orgullo para la ciencia española, aunque también, en palabras del gran Ortega y Gasset, una vergüenza por ser una simple excepción, Cajal continuó con sus investigaciones y recibiendo distinciones, como la Gran Cruz de la Legión Francesa con el grado de comendador en 1915 o la Medalla Echegaray concedida por la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales en 1922. Mientras, en 1926 asistió complacido a la inauguración, por parte del rey Alfonso XIII, del célebre Monumento a Santiago Ramón y Cajal, obra de Víctor Macho, situado en el parque del Retiro de Madrid. Desgraciadamente, el final de su vida se antojaba cercano, espacialmente a partir de 1930, año en el que sufrió el más duro golpe que un hombre, ya anciano, puede recibir: la muerte de su querida esposa a causa de la tuberculosis. El prestigioso médico nunca pudo recuperarse de esta desgracia; tal vez, para mitigar el dolor provocado por la ausencia de esa persona que siempre estuvo a su lado, continuó trabajando hasta que sus fuerzas, poco a poco, le fueron abandonando. 

SU IDEA SOBRE EL PROBLEMA DE ESPAÑA

Santiago Ramón y Cajal no solo fue el padre de la neurociencia moderna. También fue artista, fotógrafo, jugador de ajedrez, escritor y editor, por lo que durante sus últimos años de vida preparó nuevas reediciones de su obra anterior y escribió su autobiografía, El mundo visto a los ochenta años, donde refleja una visión íntima y muy personal de la historia de España, y en la que muestra una enorme capacidad de anticipación a los graves problemas que sufriría la nación en tiempos venideros.  

Uno de los males sobre los que Cajal llamó la atención para comprender las causas profundas de la larga crisis española desde el siglo XVII es la intromisión de dinastías extrañas en la política nacional, en clara alusión a los Austrias, que, con insaciables ansias de imperialismo europeo, llevaron a cabo una política que provocó el agotamiento de los recursos nacionales y la dilapidación de las riquezas procedentes del Nuevo Mundo. Al margen de consideraciones previas, en El mundo visto a los ochenta años muestra su preocupación por lo que denominó la “atonía del patriotismo integral español”: “El patriotismo español, apático o latente, pero jamás anulado en absoluto, alcanzó de repente, en 1808, con la guerra de la Independencia  ̶ que nos sorprendió, como siempre, sin soldados, sin dinero y sin material– notable pujanza”. De igual forma, recordando la valentía de los soldados españoles, tal y como había presenciado en Cuba, Cajal mostró su desazón por la situación y la escasa motivación del ejército y de sus hombres, “cuyo brevísimo servicio en las filas no consiente la adquisición de instrucción militar suficiente ni el contagio confortador del amor al regimiento y del sentido patriótico”. Como vimos, su experiencia cubana influyó decisivamente en su pensamiento, al igual que su rechazo al nacionalismo excluyente y sectario que desde finales del siglo XIX empieza a extenderse por distintas regiones españolas, sobre todo en Cataluña y en las tierras vascas: “Diéronse al olvido, caso en que los hubiera en forma larvada, antipatías y recelos regionales […] Con ocasión de la guerra de Cuba, dieron los catalanes nuevo testimonio de amor a la patria común, enviando a las Antillas brillante legión de voluntarios, que se batieron  ̶ y esto lo presencié yo ̶  como leones, junto al ejército regular y al lado de la noble y espolísima hueste de voluntarios asturianos”. 

Ante esta situación, continúa diciendo Cajal, se sintió entusiasmado por ver estos sacrificios, que obedecían únicamente al amor compartido hacia la lejana metrópoli: “padecerá eclipses, atonías, postraciones como las han padecido otros pueblos. De su letargo actual, contristador y deprimente, se levantará algún día, cuando […] obre el milagro de galvanizar el corazón desconcertado de nuestro pueblo, orientando las voluntades hacia un fin común: la prosperidad de la vieja Hispania”. En cuanto al desastre del 98, Cajal descargaba de responsabilidad al ejército español, que era perfectamente consciente de la superioridad de la escuadra de Estados Unidos y de los recursos inagotables de la más poderosa nación del mundo. Para Cajal, el principal responsable del fracaso fue un Gobierno imprevisor que no supo reaccionar ante los anhelos y peticiones procedentes de la colonia y que, de forma quijotesca, envió a los marinos españoles a enfrentarse a los yanquis “invitándoles a un sacrificio imbécil e infecundo”. Las consecuencias de la derrota fueron dos: la desconfianza hacia el ejército, al que de forma injusta se le imputaba el fracaso, y, aún más importante, la génesis del separatismo en algunas regiones de España, disfrazado de regionalismo. Como era el caso de Solidaridad catalana, con “miras electorales y facciosas”, que logró aglutinar a todas las fuerzas vivas de Barcelona, desde el carlismo hasta los separatistas como Prat de la Riba o Cambó. “Mientras tanto, continuaron las campañas de la Lliga: propagandas exasperadas que impresionaron al Gobierno y culminaron y cristalizaron en la obtención de la Mancomunidad, concesión forzada que, lejos de purificar el ambiente antiespañol, solo sirvió para acrecentar sus estragos. Las plumas catalanas se desataron contra el odioso centralismo español, el chivo bíblico portador de todas las culpas. Y Madrid compartió con España el desprestigio causado por la imprudencia de la vieja política de los partidos de turno y de la inexplicable impunidad de la propaganda secesionista”.   

DOLOR POR ESPAÑA: LOS SEPARATISMOS

En El mundo visto a los ochenta años cargó contra el odio infundado hacia Castilla y Madrid, inoculado por la minoría privilegiada de las que él considera provincias más mimadas del Estado. También se mostró especialmente crítico con los gobiernos, faltos de personalidad y valentía, que se dejaron amedrentar y ofrecieron nuevos privilegios a costa de unas provincias unitarias y leales a la patria que, de esta manera, quedaron empobrecidas y sin una industria propia: “Ya para coronar la obra de decapitación de la corte, y del empobrecimiento de Castilla, la Asamblea revolucionaria decretó una Constitución que reconoce y proclama el derecho de las regiones a organizarse en régimen de amplia autonomía no solo administrativa, a semejanza de las provincias vascas, sino política, social, universitaria, de orden público, etc. Ello implica la cesión de todas las contribuciones más saneadas remuneradoras (añadimos que este siempre ha sido el principal objetivo de los partidos nacionalistas controlados por las élites económicas regionales)”. Curiosamente, en referencia al problema del nacionalismo, Cajal siempre consideró que lo mejor del pueblo vasco, catalán y de otras regiones con tensiones independentistas compartía los mismos sentimientos de amor a España; lo que a él más le preocupaba eran “las masas fanáticas y los avispados que los gobiernan” que, al final, podrían provocar (como de hecho ocurrió) la pérdida o progresiva tibieza de esa entrañable y superior cordialidad de sentimientos fraternos entre los españoles. Por supuesto, se mostró contrario al aumento de la autonomía en las regiones con fuerte presencia independentista por las “pérfidas intenciones de las personas encargadas de aplicarlos”, refiriéndose a los Estatutos de Autonomía, y criticó su interés en avivar los conflictos internos (ante un Estado débil es más fácil conseguir nuevos privilegios) y el odio hacia las regiones unitarias. Sobre todo, porque la evolución lógica de estos Estatutos diferenciadores llevaría irremediablemente a la petición de plena independencia. 

Tampoco se olvida del nacionalismo vasco: “No me explico este desafecto a España de Cataluña y Vasconia. Si recordaran la historia y juzgaran imparcialmente a los castellanos, caerían en la cuenta de que su desapego carece de fundamento moral, ni cabe explicarlo por móviles utilitarios. A este respecto la amnesia de los vizcaitarras es algo incomprensible. Los cacareados fueros, cuyo fundamento histórico es harto problemático, fueron ratificados por Carlos V en pago de la ayuda que le habían prestado los vizcaínos en Villalar, ¡estrangulando las libertadas castellanas! […] ¡Cuánta ingratitud tendenciosa alberga el alma primitiva y sugestionable de los secuaces del vacuo y jactancioso Sabino Arana!”. 

Defensor de las propuestas regeneracionistas de Costa, Cajal consideró necesario defender la unidad moral de la península y “fundir las disonancias y estridores espirituales en una sinfonía grandiosa”. Para solucionar los males que aquejaban a la patria, propuso la industrialización y la intensificación de la producción agraria. España debería emular los triunfos industriales, científicos y políticos de otros países que gozaban de gran consideración en todo el mundo. También hizo suya la frase de Séneca: “Nadie ama a su patria porque es grande, sino porque es suya”, por lo que es necesario transmitir todo aquello que, en vez de separarnos, nos une. Aun así, en sus últimos años de vida brotó un cierto aire pesimista que le llevó a asegurar, en referencia al problema independentista, que tal vez sería mejor ceder ante sus pretensiones, ya que “triste es reconocer que la verdad no llega a los ignorantes porque no leen ni sienten, y deja fríos cuando no irritados a los vividores y logreros”.

A pesar de todo, en El mundo visto a los ochenta años finalizó su particular visión de la historia con un ruego: “cuando se tiene la desdicha de vivir demasiado, se confirma la teoría de los ciclos históricos. Mi existencia se ha encuadrado entre dos revoluciones similares, aunque algo dispares: entre las ignominias del cantonalismo de 1873 y la revolución con miras autonomistas de 1931. ¡Quiera Dios que en el intervalo de estos sesenta y un años haya surgido en nuestro cerebro, antaño prepotente y señero, el lóbulo de sentido político y prudente tolerancia! ¡Y quiera Dios también concedernos perspicacia bastante para no facilitar con nuestras locuras el cumplimiento del aciago vaticinio tan temido por Cánovas… la separación definitiva de la España supraibérica ensoñada por Napoleón y, en siglos remotos, por Carlomagno”.

En octubre del 1934, una dolencia intestinal debilitó el corazón de Santiago Ramón y Cajal. Lentamente, y con enorme dignidad, su vida fue llegando a su fin. No podemos demostrarlo, pero estamos seguros de que el último recuerdo del genio español fue para su amada mujer, a la que tanto había añorado desde que el destino, siempre caprichoso, quiso arrebatársela unos años atrás. Falleció el día 17 y fue enterrado, junto a su esposa, en el cementerio de la Almudena de Madrid. 


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